El violinista (Fragmento):
Cada nota taladraba las ya derruidas paredes de la
habitación; cimbraba los recovecos de mi alma, pero no dejaba de tocar el
violín. Con mis dedos ennegrecidos y entumecidos acariciaba una y otra vez las
cuerdas que suplicaban a la muerte. Con rostro demacrado, ojeras impresas (ya
con el tiempo habían borrado mi sonrisa), y con mi figura cansina y marchita,
no dejaba de tocar.
No dejaba de producir esas notas, sabiendo que si dejaba de
tocar, en cualquier momento ella se diluiría en sus últimos suspiros, se
desvanecería hasta quedar solo lo eterno.
Todo por vender mi alma para ser el mejor violinista de la
tierra, sin saber que el alma que realmente entregaba era la de mi amada que
yacía enjuta en su lecho junto a mí con los dedos crispados como si intentase
traspasar su dolor a las raídas sábanas.
Así que con el cuerpo famélico, lleno de hastío, seguía
produciendo esos acordes que eran como latidos. Una y otra vez leyendo las
partituras que el tiempo se había encargado de horadar en mi memoria,
reproduciendo esos sonidos que estoy seguro se escuchaban hasta los mismos
recovecos del infierno.
Acordes que estremecían a la noche y que herían a los pocos
rayos del sol que penetraban por la ventana. Acordes que también aturdían a las
sombras, sombras que intentaban estirarse hasta rozar su aliento, notas que las
mantenían al margen de la habitación.
Y aquí sigo… no dejo de tocar, de pie junto a su cama.
Persisto, desgarrando hasta mis últimas fuerzas. Por instantes me atrevo a
mirar a través de la ventana, a través del reflejo de mi frágil existencia…
para sacar más sonidos y silencios entremezclados que sigan ahuyentando a esas
sombras.
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