Con paso vacilante deambulaba por esa rúa, no recuerdo el
motivo que me orilló a eso pero el hecho es que ahí estaba, siguiendo esa ruta
difuminada por la desgastada luz. Esa luz que por instantes parecía como si
intentase estirarse hasta rozar las sombras. Con esas sombras que se
entrelazaban, con el silencio abrazando a esa lúgubre atmósfera, no me percaté
cuando esa rúa desapareció; cuando solo quedo un camino, cuando el camino se
volvió un pésimo sendero, cuando el sendero se tornó un despojo de veredas sin
rastro.
Aun así caminaba, por momentos ni el eco escuchaba; con la
pesadez llegué incluso a sentir que reptaba. Y durante todo el camino, esa
presencia, se sentía. No es que estuviera perdiendo la razón, en verdad había
algo en el aire. Algo que por instantes me enchinaba la piel y acalambraba mis
pensamientos.
Perdí la cuenta de las horas y minutos que habían
transcurrido, pero conforme se deslizaban los granos de arena en el reloj del
perenne tiempo, cada vez se sentía más frío. El manto de la noche presentaba un
color extraño, como si se estuviera resquebrajando mientras la Luna pálida
mostraba un rostro descompuesto.
Después de un lapso en el que había estado forjando un pacto
entre la serenidad y el ansia, mientras seguía caminando, quedé estupefacto
ante lo que veía: A lo lejos divisé unas montañas, unas descollantes montañas
que se extendían hasta rasgar el horizonte con formas tan irregulares como si
hubiesen sido talladas por el caos y el capricho del tiempo.
Conforme me fui acercando contemplé lo escarpadas que
estaban sus faldas, las cuales presentaban un color desgastado, como decolorado
por la ausencia de sol. En ese paraje, la cordura estaba desangrada, quizás
enclaustrada en lo más recóndito.
Comencé a sentir una alienación, ese instante en el que se
quiebra la razón…
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